domingo, 1 de septiembre de 2013

MUJERES DE LA INDEPENDENCIA.

MUJERES DE LA INDEPENDENCIA.

Nohelia Caicedo Rivera.

Usualmente cuestionamos la exigua presencia de heroínas en nuestro “panteón nacional”. Si bien podríamos aludir a los reducidos espacios sociales en que la mujer intervenía, a principios del s. XIX, cabría indagar en razones más profundas para explicar los motivos de una exclusión secular que, aún hoy, espera ser develada.
Se conoce que al retorno de Fernando VII (1814), cuando Guayaquil y las principales ciudades de la Presidencia de Quito veían con malos ojos la vuelta del absolutismo monárquico, se crearon “sociedades de amigos del país”, logias masónicas y otros espacios de sociabilidad donde se discutía sobre política y se formulaban proyectos de mejoras locales. Algunas de estas reuniones no solo eran frecuentadas por hombres, sino también por mujeres (generalmente, esposas y hermanas de los contertulios).
En los entretelones previos al 9 de octubre consta la participación femenina, especialmente en el baile que ofreció en su casa Ana Garaicoa, esposa de José de Villamil, donde los patriotas ultimaron su plan de acción. La “fragua de Vulcano” ha sido objeto de representaciones pictóricas donde aparecen los patriotas, en primer plano, discutiendo, resolviendo diferencias y trazando estrategias. Pero en ningún lado aparecen las mujeres que estuvieron “fraguando” la libertad guayaquileña, aunque es probable que participaran como testigos, ya que ellas prepararon el encuentro: “comí ese día con la familia, dejando a mi mujer y a mi madre, que había hecho venir de Nueva Orleans, después de mi casamiento, el cuidado de arreglarlo todo”, confiesa Villamil cuando narra los pormenores acaecidos el 1º de octubre de 1820.
En los escasos fragmentos documentales que han llegado hasta nuestros días se comprueba la activa participación de las mujeres en el proceso independentista de Guayaquil. En términos generales, se observan dos rasgos aparentemente contradictorios de su “carácter natural”: por una parte, se la presenta realizando las labores propias de su sexo, como elaborando camisas para los combatientes de la campaña de liberación de la Sierra, en 1821, evento que recogió el primer periódico porteño, El Patriota de Guayaquil, en los siguientes términos: “Necesitándose tres mil camisas para el regimiento de Libertadores de la Patria; el hermoso sexo de esta ciudad se ha encargado a porfía de desempeñar su labor: siendo muy particular que la señorita Villamil1 [que apenas ha cumplido siete años] reclamó del comisionado, que además de las que tomase su mamá, quería hacer dos por sí, las que se le entregaron: tan preciosos y sazonados frutos se producen solo en los pueblos libres”.
Por otro lado, la mujer debía proyectar una imagen de modestia como sello de espiritualidad y alejamiento de las cosas del mundo. La vanidad era considerada un defecto reprochable porque a menudo denotaba falta de juicio, soberbia y provocación. La humildad, en cambio, le orientaba naturalmente a la caridad y la beneficencia, prácticas muy valoradas y relacionadas con su femineidad.
Una de las fuentes donde se puede seguir el rastro a las representaciones de la “mujer patriota”, a la vez madre, esposa y militante, son las necrologías que publicó la prensa guayaquileña en el siglo XIX, que nos ayudan a corroborar la presencia de esa mentalidad dominante. Veamos tres de ellas: la señora Juana Garaicoa Llaguno viuda de Camba murió en 1834 a los 60 años y legó a la posteridad una imagen de modesta y practicante “de todas las virtudes cristianas”, enunciación que se imprimió en el epitafio: “La dulzura de su carácter, su humildad, su piedad, su caridad, su ternura maternal solo pueden compararse al dolor de sus desgraciados hijos, que ni esperan ni quieren en la tierra más consuelo que vivir siempre inconsolables”. Ana Garaicoa de Villamil, quien como vimos fue pieza clave en la “fragua de Vulcano”, era considerada un “ejemplo de las madres” y “modelo de las esposas”, mientras que Francisca Gorrichátegui de Lavayen, pariente de las anteriores y también afecta a la causa revolucionaria, fue reconocida como “buena esposa, madre tierna y amiga incomparable”.
En los casos anteriores nos acercamos al perfil de la “mujer patriota”, pues se tratan de madres, esposas y hermanas de personajes ligados a las transformaciones sociopolíticas de entonces. Más allá de la activa participación que tuvieron algunas mujeres de la élite guayaquileña durante las guerras de independencia, la medida de su patriotismo dependía, en ocasiones, de las actitudes “varoniles” que ellas demostraban. Así, Francisca Gorrichátegui de Lavayen no sólo fue una buena esposa: su necrología también destaca el “patriotismo con que se distinguió durante su vida, y los varoniles esfuerzos con que ilustró su sexo”.
Similar ejemplo tenemos en las menciones que hacen autores como Francisco Campos y Manuel J. Calle, a destacadas patriotas quiteñas como Manuela Cañizares, quien recibió el seudónimo de “mujer fuerte”, “tanto por el influjo que ejercía sobre los principales corifeos, especialmente con Quiroga, como por la serenidad de su ánimo, y por el varonil esfuerzo con que animaba a la empresa a los que manifestaban algún temor o desconfianza”; y Manuelita Sáenz, a quien “el tuerto” Calle la definió como “mujer de grande ánimo y varonil resolución”.
Las guayaquileñas se involucraron decididamente en las luchas independentistas organizando reuniones conspirativas, elaborando materiales para la soldadesca e incluso, contribuyendo con su peculio a la tarea libertadora, como Josefa Rocafuerte de Lamar, hermana de Vicente Rocafuerte, que hizo un donativo de 500 pesos “para los fondos destinados a la campaña de Perú”.





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