Nohelia Caicedo Rivera.
Usualmente cuestionamos la exigua presencia de heroínas en nuestro
“panteón nacional”. Si bien podríamos aludir a los reducidos espacios
sociales en que la mujer intervenía, a principios del s. XIX, cabría
indagar en razones más profundas para explicar los motivos de una
exclusión secular que, aún hoy, espera ser develada.
Se conoce que al retorno de Fernando VII (1814), cuando Guayaquil y
las principales ciudades de la Presidencia de Quito veían con malos ojos
la vuelta del absolutismo monárquico, se crearon “sociedades de amigos
del país”, logias masónicas y otros espacios de sociabilidad donde se
discutía sobre política y se formulaban proyectos de mejoras locales.
Algunas de estas reuniones no solo eran frecuentadas por hombres, sino
también por mujeres (generalmente, esposas y hermanas de los
contertulios).
En los entretelones previos al 9 de octubre consta la participación
femenina, especialmente en el baile que ofreció en su casa Ana Garaicoa,
esposa de José de Villamil, donde los patriotas ultimaron su plan de
acción. La “fragua de Vulcano” ha sido objeto de representaciones
pictóricas donde aparecen los patriotas, en primer plano, discutiendo,
resolviendo diferencias y trazando estrategias. Pero en ningún lado
aparecen las mujeres que estuvieron “fraguando” la libertad
guayaquileña, aunque es probable que participaran como testigos, ya que
ellas prepararon el encuentro: “comí ese día con la familia, dejando a
mi mujer y a mi madre, que había hecho venir de Nueva Orleans, después
de mi casamiento, el cuidado de arreglarlo todo”, confiesa Villamil
cuando narra los pormenores acaecidos el 1º de octubre de 1820.
En los escasos fragmentos documentales que han llegado hasta nuestros
días se comprueba la activa participación de las mujeres en el proceso
independentista de Guayaquil. En términos generales, se observan dos
rasgos aparentemente contradictorios de su “carácter natural”: por una
parte, se la presenta realizando las labores propias de su sexo, como
elaborando camisas para los combatientes de la campaña de liberación de
la Sierra, en 1821, evento que recogió el primer periódico porteño, El
Patriota de Guayaquil, en los siguientes términos: “Necesitándose tres
mil camisas para el regimiento de Libertadores de la Patria; el hermoso
sexo de esta ciudad se ha encargado a porfía de desempeñar su labor:
siendo muy particular que la señorita Villamil1 [que apenas ha cumplido
siete años] reclamó del comisionado, que además de las que tomase su
mamá, quería hacer dos por sí, las que se le entregaron: tan preciosos y
sazonados frutos se producen solo en los pueblos libres”.
Por otro lado, la mujer debía proyectar una imagen de modestia como
sello de espiritualidad y alejamiento de las cosas del mundo. La vanidad
era considerada un defecto reprochable porque a menudo denotaba falta
de juicio, soberbia y provocación. La humildad, en cambio, le orientaba
naturalmente a la caridad y la beneficencia, prácticas muy valoradas y
relacionadas con su femineidad.
Una de las fuentes donde se puede seguir el rastro a las
representaciones de la “mujer patriota”, a la vez madre, esposa y
militante, son las necrologías que publicó la prensa guayaquileña en el
siglo XIX, que nos ayudan a corroborar la presencia de esa mentalidad
dominante. Veamos tres de ellas: la señora Juana Garaicoa Llaguno viuda
de Camba murió en 1834 a los 60 años y legó a la posteridad una imagen
de modesta y practicante “de todas las virtudes cristianas”, enunciación
que se imprimió en el epitafio: “La dulzura de su carácter, su
humildad, su piedad, su caridad, su ternura maternal solo pueden
compararse al dolor de sus desgraciados hijos, que ni esperan ni quieren
en la tierra más consuelo que vivir siempre inconsolables”. Ana
Garaicoa de Villamil, quien como vimos fue pieza clave en la “fragua de
Vulcano”, era considerada un “ejemplo de las madres” y “modelo de las
esposas”, mientras que Francisca Gorrichátegui de
Lavayen, pariente de las anteriores y también afecta a la causa
revolucionaria, fue reconocida como “buena esposa, madre tierna y amiga
incomparable”.
En los casos anteriores nos acercamos al perfil de la “mujer
patriota”, pues se tratan de madres, esposas y hermanas de personajes
ligados a las transformaciones sociopolíticas de entonces. Más allá de
la activa participación que tuvieron algunas mujeres de la élite
guayaquileña durante las guerras de independencia, la medida de su
patriotismo dependía, en ocasiones, de las actitudes “varoniles” que
ellas demostraban. Así, Francisca Gorrichátegui de Lavayen no sólo fue
una buena esposa: su necrología también destaca el “patriotismo con que
se distinguió durante su vida, y los varoniles esfuerzos con que ilustró
su sexo”.
Similar ejemplo tenemos en las menciones que hacen autores como
Francisco Campos y Manuel J. Calle, a destacadas patriotas quiteñas como
Manuela Cañizares, quien recibió el seudónimo de “mujer fuerte”, “tanto
por el influjo que ejercía sobre los principales corifeos,
especialmente con Quiroga, como por la serenidad de su ánimo, y por el
varonil esfuerzo con que animaba a la empresa a los que manifestaban
algún temor o desconfianza”; y Manuelita Sáenz, a quien “el tuerto”
Calle la definió como “mujer de grande ánimo y varonil resolución”.
Las guayaquileñas se involucraron decididamente en las luchas
independentistas organizando reuniones conspirativas, elaborando
materiales para la soldadesca e incluso, contribuyendo con su peculio a
la tarea libertadora, como Josefa Rocafuerte de Lamar, hermana de
Vicente Rocafuerte, que hizo un donativo de 500 pesos “para los fondos
destinados a la campaña de Perú”.
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